La
inocencia prolongada
La mañana en que Alberto, el chico más
gallito de la clase, pregonó durante el recreo que los reyes eran los padres,
Lourdes no se echó a llorar ni acudió a la maestra en busca de una negación,
como el resto de sus compañeros. Fue a sentarse sonriente en un banco del patio
y recordó embelesada, ungidos por una nueva luz que los volvía más reales,
todos los juguetes que cada seis de enero habían aparecido sobre sus zapatos.
Luego, se levantó y acudió adonde jugaban las chicas mayores, en busca de su
hermana. Qué contenta se iba a poner cuando le contara que sus abuelos llevaban
toda la vida mintiéndoles.
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