Manzanas rojas
El amor es un árbol -le dijo al escéptico que tenía
al lado-. El viento lo dobla y lo inclina, le rompe algunas ramas, le aparecen
nudos deformes, brotes desiguales. Así y todo, mirado en su conjunto, es
hermoso. Brotes, heridas, cortes, cicatrices y demás lo hacen especial y
atrayente.
El amor es un árbol -le dijo otro al mismo escéptico-. Se debe
alimentar, de otro modo, se debilita y se seca, ese árbol será en la medida que
lo cuides, fuerte o enjuto, saludable y lleno o decaído y vacío.
El amor es un
árbol -le dijo un tercero al mismo escéptico-. Como un árbol, te protege y
cobija, bajo su sombra se aguanta mejor el verano, escondido del calor
inmisericorde del sol. También el invierno es más llevadero, porque te
resguarda de la lluvia inclemente. Como con el árbol, cuando pongas tu cabeza
sobre el pecho de la amada encontraras cobijo cuando llueve dentro de ti, por
todo eso, el amor es un árbol.
El escéptico no creía lo que decían esos
ecologistas del amor. La comparación le resultaba excesivamente simple,
inocente. Incluso llegó a sentir cierta vergüenza ajena con aquellas tontas
explicaciones. Es problema de los enamorados -se dijo a si mismo-, se vuelven
idiotas. De arriba abajo. Y todos sabemos la de tonterías que puede hacer un amigo
cuando se enamora.
Pensaba en todo esto camino de casa cuando la lluvia que
acababa de empezar le empaño las gafas y no le dejaba ver. Esto le hizo sentir
ganas de llegar a casa, porque en la
calle no había donde resguardarse. Llegó a casa y la vecina (una hermosa joven
que acababa de mudarse), había dejado las bolsas de la compra en el suelo y se
afanaba en abrir la puerta. Se quedo mirándola sin querer y, tras el vaho dejado por la lluvia en sus
gafas, le pareció una diosa. Una de las bolsas cedió al peso, se torció y cayó
al suelo lo que contenía. Cuatro manzanas rojas, brillantes, cayeron escalera
abajo. Se quedo sorprendido. ¡Si, el amor es un árbol!
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