El abrigo
Lo veo cada mañana, de
camino al Banco. "Buenos días" le digo siempre que paso a su lado, pero
él ni siquiera desvía la atención del libro que suele tener entre sus
manos. Nunca me contesta y sin embargo yo no puedo dejar de pensar en él
hasta que llego a mi despacho y cuelgo el abrigo en el perchero. A
partir de ese momento lo olvido hasta la mañana siguiente porque jamás
lo veo al volver.
Lo conozco desde que me nombraron director de la sucursal y he de cruzar
la plaza al ir a la oficina. En el bar comentan que aunque nadie le ha
visto dormir allí, sí lo ven rondando por la zona de la fuente a todas
horas, murmurando frases sueltas al vacío. Los mayores cuentan que
apareció un día, poco después del incendio de la iglesia y que, a pesar
de su aspecto, es inofensivo. Aunque jamás le vemos con una botella,
Marcos —mi interventor— especula con que será una víctima más del
alcohol o del caballo. Marta —la cajera— apuesta porque es otro
damnificado de los desahucios. Los niños del barrio, ávidos de miedos,
atribuyen su actitud huraña y su voz pulmonar, gastada, a que sólo habla
con los muertos y por eso no se acercan a él. Nadie sabe su nombre.
Hoy volvía del trabajo más temprano que de costumbre. Sufrimos un atraco después de la entrega del furgón y a pesar de que debería haber permanecido allí -para atender a la policía y la prensa y redactar los informes a nuestra central- me marché sin decir nada. Me alejé dejando el ordenador encendido y el abrigo en el perchero, a Marcos hiperventilando y a Marta presa de un ataque de llanto, a los policías gritando por sus radios y a la ambulancia mal aparcada encima de la acera con las luces aún encendidas.
Lo vi a lo lejos, en el mismo banco en el que estaba leyendo a las ocho menos diez. Al acercarme, el frío me llevó a subir el cuello de mi chaqueta y a meter las manos en los bolsillos del pantalón. Cuando llegué a su lado esta vez sí alzó la vista y me miró, componiendo una media sonrisa ensombrecida por sus dientes pardos. "¡Mierda de vida, Manuel! ¡Qué pena de abrigo! A saber a quién se lo regalará ahora tu viuda" le oí decir cuando ya lo había dejado a mis espaldas.
Hoy volvía del trabajo más temprano que de costumbre. Sufrimos un atraco después de la entrega del furgón y a pesar de que debería haber permanecido allí -para atender a la policía y la prensa y redactar los informes a nuestra central- me marché sin decir nada. Me alejé dejando el ordenador encendido y el abrigo en el perchero, a Marcos hiperventilando y a Marta presa de un ataque de llanto, a los policías gritando por sus radios y a la ambulancia mal aparcada encima de la acera con las luces aún encendidas.
Lo vi a lo lejos, en el mismo banco en el que estaba leyendo a las ocho menos diez. Al acercarme, el frío me llevó a subir el cuello de mi chaqueta y a meter las manos en los bolsillos del pantalón. Cuando llegué a su lado esta vez sí alzó la vista y me miró, componiendo una media sonrisa ensombrecida por sus dientes pardos. "¡Mierda de vida, Manuel! ¡Qué pena de abrigo! A saber a quién se lo regalará ahora tu viuda" le oí decir cuando ya lo había dejado a mis espaldas.
Un hermoso y cuidado relato. Me tuvo el alma en vilo todo el tiempo.
ResponderEliminar¡Me encantó !!
Besos friolentos :)