El viajero
Viajar abre la mente. Por eso el abuelo tenía un agujero en la cabeza de considerable tamaño. Muchas veces era divertido porque de él huían cebras a la carrera, algún lémur o una cría de elefante. Los niños siempre remoloneaban a su alrededor esperando que saltara de su mollera abierta cualquier sorpresa. Otras veces era muy fastidioso. Por ejemplo, cuando emergían sonidos estridentes de alguna gran ciudad o asomaba la punta del Kilimanjaro y teníamos que llamar a la grúa para sacar la gigantesca mole. Un día comenzó a brotarle agua en cascada y arrastró todos los muebles varias leguas, dejando en el jardín una canoa varada. En cierta ocasión, salió, no sin esfuerzo, una familia somalí con la que intercambiamos costumbres y saberes. Incluso, el pequeño Kalí se quedó con nosotros algunos años. Cuando el viejo, por fin, emprendió su último viaje, le pusimos su trasnochado traje de aventurero y le colocamos en una pira que ardió lentamente. Y mientras el humo ascendía, se alejaron también libertad, tolerancia, respeto, sueños. Como aves migratorias. Y de nuevo se abotonó nuestro pequeño ojal de las utopías
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