Vida de perros
Somos
pobres. Nunca hemos podido tener un perro. ¡Y nos gustan tanto! Por eso
decidimos turnarnos: cada uno haría de perro un día entero.
Al principio nos dio un poco de vergüenza, sobre
todo a mis padres. Lo imitaban muy mal. Algún ladrido y mucho olfatear. Yo era
el que más gozaba, orinando donde quería.
Pero se convirtió en una fiesta. Esperábamos que nos
tocara, nerviosos. La noche antes ya se nos escapaba algún grrrr, algún guau.
Mamá no se ocupaba de la casa. Papá no iba al trabajo. Yo me salvaba de la
escuela. Y ellos se divertían más que yo, saltándose las reglas, mordiéndose y
lamiéndose y rascándose y montándose encima y revolcándose, aunque a los dos no
les tocara ser perro. Les decía que era trampa. Me mandaban al cuarto.
La casa está hecha un asco. A papá lo botaron. Yo
tengo que ir a clases todas las mañanas y luego las tareas. «Otro día haces de
perro», me dicen, «otro día», riéndose.
No es justo.
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