Epitafio de un boxeador
Pasaban las nubes de tormenta con su gorgojo
tronador dentro; pasaban sobre el cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada.
Altos cipreses, hemiciclos mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino
en los lejos del sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos
viejos de las ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones.
Los acompañantes formaban un grupo friolero
contemplando el trabajo de los enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz
baja.
Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho.
Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del
excampeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según
su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue miseria hasta su muerte, y la
Federación pagó el entierro.
Un periodista joven tuvo que ser reconvenido por
su director. Había escrito: «Cuando abrieron la caja, el excampeón parecía
totalmente K.O.»
Los muertos deben ser respetados, pero era un
buen epitafio.
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