Orillas y silencios
Mi madre zurcía una camiseta
de mi padre, en la que ya no se reconocía el tejido original de tantos repasos.
En el fuego, un puchero
hervía lento. Olía a lo que olían entonces todas las casas: a cocido.
Yo miraba, por la ventana que
daba a la parte de atrás del cuartel, la corriente del río Bidasoa. En medio,
dos isletas a las que yo solía ir caminando cuando no me daban miedo las
sanguijuelas. El resto del río era peligrosamente profundo en el tramo que
separaba un país de otro. Enfrente estaba Francia, aunque a mí las dos orillas
me parecían iguales.
En la sala de armas, un
guardia civil gallego dejaba pasar las horas sentado delante de una
destartalada mesa, rodeada de una manta de reglamento marrón, a modo de faldas.
Alguien entró por la puerta
del cuartel, se oyeron voces un poco más altas que de costumbre y nombres que
yo no sabía interpretar: Maquis..., intento de fuga..., el monte San
Marcial..., guardias haciendo posta en la noche...un aviso, detenidos vadeando
por Astarloa. Todo confusión, historias entrecortadas, órdenes sin preguntas ni
respuestas.
Mi madre seguía zurciendo la
única camiseta de repuesto de mi padre y removiendo el plato único de cada día,
sentada en la cocina...
El guardia de puertas,
gallego, saca una silla y en ella se sienta un detenido. Se supone que es un
contrario, aunque él no encuentre diferencia. No hay preguntas ni respuestas,
hay soledades y miedos atados por sueldos, o por esposas.
Mi padre entra en casa, se
quita el tricornio, la capa mojada, esa misma con la que nos tapa, al hijo del
sargento y a mí, cuando nos lleva a la escuela, montados en la bicicleta
durante kilómetros, uno en el sillín y otro en la barra y que sólo deja que
asome un trocito de nuestras piernas flacas y heladas.
Mi padre y mi madre hablan.
Ella se levanta despacio, me pone la única camiseta de repuesto de mi padre,
llena de remiendos pero muy blanca, en el brazo y en las manos un plato de
cocido y me dice que se lo lleve al hombre que está con el gallego, en la sala
de armas. Yo tampoco pregunto, obedezco. El hombre está sentado con la cabeza
baja, el pelo mojado, las manos esposadas. Lleva un impermeable Dugam azul y
debajo sólo un pantalón mojado y da frío su desnudez. Yo tengo siete años y él
como mi padre, supongo. Le dejo delante ambas cosas y vuelvo a mirar el río que
sigue pareciéndome igual.
Mi madre se queda sin labor,
mi padre sin camiseta y yo sin saber qué orilla es la acertada, quién lo decide
y por qué se persigue y detiene al de la orilla contraria y después le damos la
única camiseta de repuesto y un plato de comida.
A quien escribió este texto descriptivo extremadamente hermoso, tierno y triste, el homenaje de mi admiración.
ResponderEliminarbesos del alma.
¡FELIZ FIN DE SEMANA !! :)