Preguntas abiertas
En el instante en que le doy la espalda
–después de un polvo subrepticio en el cuarto de los manteles del restaurante
donde celebra la comunión de su hija pequeña– con el vestido aún arrollado
alrededor de su cintura y el tanga en el suelo –enganchado al tacón de su
zapato de fiesta– me pregunta, en un susurro como de letras minúsculas, si la
amo de verdad o lo hago sólo por joder a su marido. Su marido –conviene
aclararlo– no es otro que el cabrón de mi jefe.
Me vuelvo y tomo su cara entre mis
manos, mientras dejo que mi mirada se pasee por su piel percudida en un falso
moreno, como de cartón antiguo. Me
acerco dos pasos hacia ella hasta notar el roce de sus pezones en mi camisa. Al tiempo que cuelo mi muslo entre sus piernas,
acerco mi boca a su oído con el único fin de que mi perfume se pegue a sus
dudas. Entonces la miro a los ojos y sonriendo le respondo: "¿Tú qué
crees?".
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