Desintoxicación
El médico me prohibió leer.
Cogió un bolígrafo y anotó algo sobre el cuaderno. Le hubiese quitado el boli
allí mismo. Apreté los puños por debajo de la mesa y mentí: quiero dejarlo. De
momento, no iban a internarme, pero debía olvidarme de los libros. Si no
lograba vencer la enfermedad tendrían que meterme en esa clínica tan
prestigiosa. Me hicieron pasar a una sala mientras el médico hablaba con mis
padres. Al llegar a casa, tiraron los libros que tenía escondidos debajo de la
cama y dieron mi nombre en las pocas librerías y bibliotecas que quedaban
abiertas para que me prohibiesen la entrada. Nunca me dejaban solo. Les
engañaba. Me encerraba en el baño y leía la composición de los champús o les
acompañaba al supermercado y me paraba en la sección de congelados a repasar
los ingredientes. Pero me sabía a poco. Empecé a robar. En el metro miraba de
reojo al viajero de al lado y me hacía con nombres y adjetivos del periódico
que estaba leyendo. Pillé un verbo transitivo de una carta del banco que
sustraje del buzón del vecino. Conseguí dos preposiciones en un carnet de
identidad y algunos adverbios, aunque terminados en mente, en un folleto que me
dieron en la calle. Cuando asalté una biblioteca, me internaron. El día que
entré en la clínica, vi salir al gran Manu Espada. Había engordado y no llevaba
ese pelo engominado que le caracterizaba. Tenía mejor aspecto. En mi grupo de
terapia, reconocí a Lola Sanabria y a Ana Vidal, entre otros. Pronto descubrí
el mercado negro. Al apagar las luces de las habitaciones, nos reuníamos en los
baños y traficábamos con palabras. Cambiábamos adverbios por preposiciones y
dábamos nuestra alma por encontrar a quien tuviese el adjetivo perfecto. Por la
noche componíamos microrrelatos, los memorizábamos y al día siguiente, a la
hora del paseo, lejos de los ojos de los enfermeros que se distraían con la
televisión, nos los recitábamos unos a otros. Cuando salí, todos pensaban que
me había curado.
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