Las derrotas
Aquí comienza la enumeración de mis derrotas. Las que me
propiné me propinaron. Les ordeno marchar en fila india como bestias marcadas
con broquetas de azufre a la vista de una horda de ángeles. Les tapo los oídos
para que no se distraigan con la euforia de los triunfadores. Las beso en la
boca para que se distraigan con mi beso mientras pasa la quinta columna de los
hombres felices. Este lunes, mis derrotas y yo nos pusimos de acuerdo para
mirarnos a los ojos. Ya nos estamos viendo, rozando con los dedos, casi
amándonos a la sombra indiferente de un cielo en llamas: Amigos idos, cuerpos
enfermos, espíritus en ruina, vinos baratos, endiablados alcoholes, heridas en
la cara, lenguas traidoras, mujeres en fuga, puertas clausuradas, plegarias, miedos,
hambres, fiebres, cansancios, filias, fobias, héroes, mártires, extravíos de
fe, hojas en blanco, naves a la deriva, falsos poemas, entierros, destierros,
nombres propios, recónditos adioses, mis treinta y ocho años, todas las tumbas:
mi madre en una de ellas, y polvo, polvo, mucho polvo cayendo sobre la realidad
como chispas de agua sin consagrar en un bautizo embrujado. Ya fueron
despedidas todas las plañideras. No habrá lamentos pero habrá un gemido. Un
solitario gemido de papel a la luz de dos lunas. La mía y la vieja luna del
mundo sobre cuyas laderas se acuestan con la muerte todos los derrotados.
Buenos días, siglo. Por fin nos encontramos. Ojalá no hayamos llegado tarde a
la cita.
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