Pechos
El
rostro de la mujer, que no cumplía ya los cincuenta, moldeó una sonrisa amiga
en cuanto hice acto de presencia. Eso fue lo primero que encontré después de
tanta oscuridad: la caricia de una sonrisa que insinuaba: “Llevo años
esperándote”. Para no malograr sus sueños, me enamoré locamente de ella. Diré
la verdad: no era atractiva. Tenía un peinado algo anticuado. Nada de Coco
Chanel o salones de belleza. Y además era mayor que yo… ¡Pero qué calor habría
de emanar su fornido cuerpo! ¡Qué calidez en aquel envase a buen seguro sin
utilizar! ¡Qué caudal de deseos sin satisfacer almacenados en los rincones de
su alma! Yo (¡sí, yo!) haría de ella mi madre y mi amante al mismo
tiempo. Durante unos instantes (toda una vida) retozaríamos por los jardines
prohibidos del amor. Sin complejos. ¿Qué importaban la imperfección de sus
curvas y mi falta de experiencia en el juego de la seducción? ¡Me lanzaría a su
regazo y treparía hasta hundirme en lo más profundo de aquellas inmensas
y esponjosas ubres y, una vez en ellas, construiría una madriguera de la que
nadie pudiese rescatarme! Este servidor, tan poco viajado, entendía aquellos
brazos como el pasaporte a nuevos y fructíferos territorios sin explorar.
Aquello sería un gran banquete pasional. ¡Un banquete lleno de pechos, pechos y
nada más que pechos! Un buen comienzo a fin de cuentas, pensé. ¡Pero antes de
asaltar el escote de mi querida enfermera habría que esperar a que alguien se
dignase cortar el maldito cordón umbilical!
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