Voces como arpones
Asomadas a la reja
cantamos las tres hermanas, Murguen, Nadina y yo. Los vecinos no se quejan. Al
contrario, suspenden el asado del mediodía para poder escuchar. Sobre todo en
primavera, cuando nuestras voces se mezclan con el azul profundo del jacarandá.
Mamá canturrea en la cocina, suspira y recuerda, dice algo sobre unas rocas,
piensa en el mar. Pero ahora nos deja el lugar a nosotras, sus herederas. Con
nuestros dedos delgados, y nuestro cuerpo cimbreante, que casi envuelven los barrotes
de los balcones, ante los ojos extasiados del barrio. Nuestro padre sonríe en
el taller, admirado de que, a pesar de su fealdad casi ciclópea, le hayan
nacido unas hijas tan bellas.
En la casa de altos balcones donde son felices, mi madre guarda el secreto de haber seducido a otro hombre, un tal Ulises y, mientras mira a su esposo con ojos de mar, agradece no haber caído en sus brazos.
Pero ésas, ahora, son viejas historias. Como arpones llenos de codicia, nuestras voces se alzan plateadas, sinuosas. Pocos pasan entre las dos esquinas sin mirarnos. Todos nos oyen, alguien caerá en las redes.
En la casa de altos balcones donde son felices, mi madre guarda el secreto de haber seducido a otro hombre, un tal Ulises y, mientras mira a su esposo con ojos de mar, agradece no haber caído en sus brazos.
Pero ésas, ahora, son viejas historias. Como arpones llenos de codicia, nuestras voces se alzan plateadas, sinuosas. Pocos pasan entre las dos esquinas sin mirarnos. Todos nos oyen, alguien caerá en las redes.
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