Trabajos del poeta
III
Todos habían salido de casa. A eso
de las once advertí que me había fumado el último cigarrillo. Como no deseaba
exponerme al viento y al frío, busqué por todos los rincones una cajetilla, sin
encontrarla. No tuve más remedio que ponerme el abrigo y descender la escalera
(vivo en un quinto piso). La calle, una hermosa calle de altos edificios de
piedra gris y dos hileras de castaños desnudos, estaba desierta. Caminé unos
trescientos metros contra el viento helado y la niebla amarillenta, sólo para
encontrar cerrado el estanco. Dirigí mis pasos hacia un café próximo, en donde
estaba seguro de hallar un poco de calor, de música y sobre todo los
cigarrillos, objeto de mi salida. Recorrí dos calles más, tiritando, cuando de
pronto sentí —no, no sentí: pasó, rauda, la Palabra. Lo inesperado del
encuentro me paralizó por un segundo, que fue suficiente para darle tiempo de
volver a la noche. Repuesto, alcancé a cogerla por las puntas del pelo
flotante. Tiré desesperadamente de esas hebras que se alargaban hacia el
infinito, hilos de telégrafo que se alejan irremediablemente con un paisaje
entrevisto, nota que sube, se adelgaza, se estira, se estira… Me quedé solo en
mitad de la calle, con una pluma roja entre las manos amoratadas.
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