Los padres mienten
Mi hermano mayor me despertó a medianoche para revelarme el siguiente
secreto:
—Dentro de poco te dirán que los Reyes Magos son los padres. Se lo dicen a
todo el mundo al cumplir tu edad. No te lo creas. Los Reyes existen, pero como
los mayores no saben el modo de explicar su existencia, dicen eso, que son los
padres.
Mi hermano dormía en la cama de al lado. Nuestra relación no era ni buena ni
mala, así que a veces nos llevábamos bien y a veces mal. Pero éramos cómplices
de muchas cosas. Fumamos el primer cigarrillo juntos; hurtamos juntos también
las primeras monedas del bolsillo de la chaqueta de mi padre; él me hacía los
deberes de matemáticas y yo los de lengua… Dependíamos el uno del otro, en fin,
en demasiadas cosas. Como decía aquél, dos que han robado caballos juntos están
condenados a protegerse. La protección pasaba por hacernos este tipo de
confidencias sobre las verdades básicas de la vida. Si los Reyes existían y él
lo había averiguado, era mejor que yo lo supiera, por duro que resultara para
mí.
Lo cierto es que yo ya había oído en el colegio rumores acerca de que
Melchor, Gaspar y Baltasar eran los padres. Pero no les había prestado atención.
Lo que no podía imaginarme era que los rumores procedieran de los adultos. Si ya
les tenía poco respeto, lo perdieron del todo tras la revelación de mi hermano
mayor.
En efecto, ese mismo año, cuando nos dieron las vacaciones de Navidad, mi
madre me llamó un día y empezó a preguntarme qué pensaba yo de los Reyes
Magos.
Le dije que les tenía en gran consideración (no de este modo, claro, no era
un niño cursi), aunque no siempre me trajeran lo que les pedía, pues me hacía
cargo de que había en el mundo muchos niños y que no podían complacer a todos.
Mamá se quedó desconcertada, ya que lo normal, cuando a un chico se le quita la
venda de los ojos en este asunto, es que el chico esté ya al cabo de la calle.
Creo que estuvo a punto de desistir, pero finalmente tomó aire y me dijo que los
Reyes Magos eran los padres.
—Se trata —añadió— de una mentira que mantenemos durante la infancia, porque
la infancia es una época de ilusiones fantásticas, pero tú ya no tienes edad
para creer en los Reyes. A tu hermano se lo dijimos también cuando cumplió tus
años.
Mi hermano me había aconsejado que cuando me contaran la mentira de que los
Reyes eran los padres, fingiera que me lo creía, pues de lo contrario les
parecería un chico raro y me llevarían al psicólogo.
—Yo —añadió— también lo fingí. Como comprenderás, si ellos se quedan más
tranquilos así, tampoco cuesta tanto darles gusto.
Hice, pues, como que me lo creía y me fui a mi cuarto a escribir la carta a
los Reyes, una carta, por primera vez, clandestina. Ese año, habida cuenta de
que ya era un chico mayor y que me hacía cargo de la situación mundial, que era
un desastre, les pedí cosas más razonables que en otras ocasiones. Mi hermano
puso mi carta en el mismo sobre que la suya y se encargó de echarlas al correo.
Curiosamente, ése fue el primer año que me trajeron todo lo que les pedí.
Al regresar de las vacaciones de Navidad al colegio, comprobé que a todos los
de mi clase les habían dicho que los Reyes eran los padres, y todos se lo habían
creído.
Estuve a punto de sacarles de su error, pero mi hermano también me había
dicho que ni se me ocurriera, porque me tomarían por loco. La conspiración para
eliminar esa creencia de la cabeza de los chicos era prácticamente universal y
resultaba ingenuo tratar de enfrentarse a ella, pese a las numerosas pruebas
existentes, repartidas entre la Biblia, la Historia Sagrada y los propios
hechos, pues lo cierto es que aun después de dejar de creer en los Reyes la
gente continuaba recibiendo regalos.
Tuve la suerte, en fin, de mantener esa ilusión durante mucho más tiempo que
mis compañeros. Si he de ser sincero, no recuerdo exactamente la edad en la que
dejé de creer en los Reyes Magos, quizá cuando falleció mi hermano y en su
funeral recordé esta historia fantástica que no sé cómo se le pudo ocurrir.
Aunque también es cierto que una vez instalado en el mundo de los adultos
comprobé que mentían tanto y de manera tan gratuita, que no sería raro que mi
hermano llevara razón y que también hubieran mentido en esto. Este año, como
todos desde aquella época, les escribí una carta clandestina (en mi casa ya no
creen en los Reyes ni mis hijos) y me han traído de nuevo todo lo que les
pedí.