Cada individuo es un universo
Cuando el taxista creyó
haber alcanzado el grado de confianza de crucero, afirmó que cada
familia era un mundo, para añadir casi sin transición:
- Mis suegros, por
ejemplo, me toleran, pero no me aceptan.
- Pues los míos me
aceptan, pero no me toleran - respondí yo para confundirle un poco.
Detesto este tipo de conversaciones.
El hombre se hundió en
un silencio rencoroso y en el primer semáforo se bajó del coche para
cambiar la bombona. Por la radio, un individuo afirmaba que la mayoría de los
accidentes mortales que se producían en el interior de los automóviles, cuando
iban muy llenos, se debía a que las cabezas de los pasajeros chocaban entre
sí, abriéndose como sandías. Un enfermo. El taxista volvió al coche tras
realizar la operación en el maletero y afirmó:
- Eso que dice usted no
puede ser. Si le aceptan, ¿cómo no van a tolerarle?
- Del mismo modo que yo
acepto la existencia de la penicilina, aunque no la tolero, porque soy
alérgico a los antibióticos. Mis suegros son alérgicos a los yernos.
Tienen tres más y aceptan a todos, pero no toleran a ninguno.
Personalmente, preferiría tolerar la penicilina, aunque no la aceptara.
Solamente me puedo tratar las infecciones con sulfamidas, que me
dejan hecho polvo.
Comprendí que acababa de
romperle al hombre una frase que quizá había repetido a todos
los pasajeros que caían en sus manos. Fue una crueldad, pero la vida
es dura y el pez grande se come al chico, etcétera.
Llegamos al Vips de
Velázquez y le pedí una factura, para hacer gasto: así aprendería a dar
conversación a los clientes. Por la boca muere el pez. Asco de peces.
A los pocos días tomé un
taxi en la plaza de Cataluña. Cuando
empezaba a hundirme en
mis cavilaciones el conductor decidió darme conversación.
- Cada familia es un
mundo - dijo.
- Claro – respondí yo
sin dejar de pensar en mis cosas.
- La familia de mi mujer
me acepta, pero no me tolera.
- Pues la de la mía me
tolera, pero no me acepta – dije mecánicamente, por llevar la contraria.
Entonces el coche se
echó a un lado, sentí un frenazo brusco y el taxista se volvió hacia a mí con
expresión de triunfo. Era el mismo al que sus suegros toleraban sin aceptar.
- Le cacé – dijo -, es
usted un demagogo. Siempre dice lo contrario de lo que oye por afán de
discutir.
- Eso no es un verdadero
demagogo – respondí – el verdadero demagogo es el que dice
lo contrario de lo que piensa para engrasar las neuronas.
- Pues el otro día me
dijo usted una cosa y hoy me ha dicho la
contraria. O mintió
entonces o ha mentido ahora.
- No tengo suegros, eso
es lo que pasa. Soy soltero y lo mismo me da que acepten sin
tolerarme o que me toleren sin aceptarme.
En esto llegamos a mi
casa.
- ¿Vive usted aquí? –
preguntó.
- Sí – dije.
- Una casa muy grande
para un soltero.
No respondí a esa
impertinencia, pero volví a pedirle una factura que tiré al suelo delante de sus
narices, apenas me bajé del coche.
A los pocos días salía
de casa con mi mujer y dio la casualidad de que en la puerta mismo había
un taxi, que cogimos sin dudar, pues teníamos prisa.
Al poco, escuché una voz
que conocí enseguida.
- Cada familia es un
mundo – dijo.
- Y cada individuo es un
universo – añadió mi mujer, entrando al trapo a
cien por hora.
- Mis suegros me
toleran, pero no me aceptan – añadió el taxista, amenazándome con la
mirada a través del retrovisor, para que no hablara.
- Con el tiempo acabarán
aceptándole también – aseguró mi mujer, y se enredaron en una de esas
conversaciones detestables sobre simpatías y antipatías familiares.
Cuando llegamos a nuestro destino, me preguntó si quería factura y tuve
que decirle que no, claro, para no dar explicaciones a mi
esposa. Ahora llevo
varios días buscándole por todas las paradas, para vengarme,
pero parece que se lo ha tragado la tierra.