ÚLTIMOS DÍAS
Le
quedaban seis meses, le dijeron.
Ella
dijo que sí. Siempre decía que sí.
Dijo
que sí a un hombre indiferente.
Dijo
que sí a una vida aburrida.
Dijo
que sí a la plancha, a la carcoma,
al
sillón desfondado, a la indolencia.
No
pidió nada a nadie, nunca ambicionó nada
que
no fuera sencillo, bueno o fácil.
Y
aquel día cerró los ojos y dijo sí,
sí, a
todos nos va a llegar la hora.
Volvió
a leer sus libros más queridos.
Dijo
adiós a las calles más queridas.
Visitó
a dos amigas, comió sola
en
los pocos lugares que quedaban
de su
desvanecida juventud.
Caminó
y caminó. Compró un jilguero
y lo
soltó en seguida. Compró flores.
Se
empeñó en despedirse de una monja
-tía
suya- que había olvidado ya quién era.
Voló
en avión, comió bombones, fue sola al cine.
Y un
día conoció a un hombre bueno,
y
aquel hombre le dijo que la amaba.
La
ciudad, de repente, se volvió luminosa,
amplia,
alegre. Dos niños corrían a su lado.
Todo
era limpio y sencillo, los días
no terminaban
nunca. Bailó, escuchó a los músicos
que
endulzaban las noches de verano,
volvió
a ver a su madre, paseó
con
quien ya no sabía que vivía.
Y fue
tan feliz que pidió perdón
a
todos, y lloró y bailó y recorrió de nuevo
las
calles rebosantes de flores y de pájaros.
Y
luego llegó el fin. Pero fue fácil
porque
sólo cerró los ojos, vio
agua
y nubes, y oyó risas de niños.
“Si
cada día puede ser el último,
el
último tendrá todos los días”,
dijo
el Gran Comoquiera que se Llame
antes
de hacer real lo que he contado.
(De “Pero sucede”, Editorial Renacimiento,
2010)