La niña de la carbonería tenía polvo negro en la
frente, en las manos y dentro de la boca. Sacaba la lengua al trozo de espejo
que colgó en el pestillo de la ventana, se miraba el paladar, y le parecía una
capillita ahumada. La niña de la carbonería abría el grifo que siempre
tintineaba, aunque estuviera cerrado, con una perlita tenue. El agua salía
fuerte, como chascada en mil cristales contra la pila de piedra. La niña de la
carbonería abría el grifo de agua los días que entraba el sol, para que el agua
brillara, para que el agua se triplicase en la piedra y en el trocito de
espejo. Una noche, la niña de la carbonería despertó porque oyó a la luna
rozando la ventana. Saltó precipitadamente del colchón y fue a la pila donde a
menudo se reflejaban las caras negras de los carboneros. Todo el cielo y toda
la tierra estaban llenos, embadurnados del polvo negro que se filtra por debajo
de las puertas, por los resquicios de las ventanas, mata a los pájaros y entra
en las bocas tontas que se abren como capillitas ahumadas. La niña de la
carbonería miró a la luna con gran envidia.
“Si yo pudiera meter las manos en la luna”, pensó. “Si yo pudiera
lavarme la cara con la luna, y los dientes y los ojos”.
La niña abrió el grifo y, a medida que el agua subía, la luna bajaba, bajaba,
hasta chapuzarse dentro. Entonces la niña la imitó. Estrechamente abrazada a la
luna, la madrugada vio a la niña en el fondo de la tina.