Escalera de vecinos
Martita gritaba todo el
tiempo, pero sobre todo a la hora de la cena. Sus bramidos arrancaban de pozos
profundos y negros, trepaban por el patio de luces y se mezclaban con el
crepitar de las frituras y el parloteo de las cazuelas. El padre cuidaba de
ella, le daba de comer y la limpiaba. Por las noches cuando la ataba para que
no se lastimase, ella empezaba a aullar. Tenía 20 años o 40, nadie lo sabía con
exactitud. Sólo que era hija única de una mujer que murió al parirla. El padre había
llegado con ella hacía unos años y apenas tenía contacto con los vecinos. Era
un hombre delgado y silencioso que caminaba con la cabeza gacha, como si sus
pensamientos pesaran y fuera incapaz de sostenerlos. Martita formaba parte de
la banda sonora de la escalera. De día los gritos de Martita, de noche sus
aullidos. Una tarde cesaron los quejidos y el piso quedó muerto. Un silencio
denso como engrudo se pegó en las paredes de la escalera. Hasta que en casa
empezaron a escucharse extraños lamentos. Sobre todo por las noches. Primero
eran murmullos suaves, asordinados. Ahora ya son más fuertes y constantes. A
veces me sorprendo con ellos agarrados a la garganta. Mamá se acerca temblando.
Sólo me calmo cuando me llama Martita.
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