viernes, 17 de mayo de 2013

Pedro Sánchez Negreira: "El abrigo"






 El abrigo

Lo veo cada mañana, de camino al Banco. "Buenos días" le digo siempre que paso a su lado, pero él ni siquiera desvía la atención del libro que suele tener entre sus manos. Nunca me contesta y sin embargo yo no puedo dejar de pensar en él hasta que llego a mi despacho y cuelgo el abrigo en el perchero. A partir de ese momento lo olvido hasta la mañana siguiente porque jamás lo veo al volver.
Lo conozco desde que me nombraron director de la sucursal y he de cruzar la plaza al ir a la oficina. En el bar comentan que aunque nadie le ha visto dormir allí, sí lo ven rondando por la zona de la fuente a todas horas, murmurando frases sueltas al vacío. Los mayores cuentan que apareció un día, poco después del incendio de la iglesia y que, a pesar de su aspecto, es inofensivo. Aunque jamás le vemos con una botella, Marcos —mi interventor— especula con que será una víctima más del alcohol o del caballo. Marta —la cajera— apuesta porque es otro damnificado de los desahucios. Los niños del barrio, ávidos de miedos, atribuyen su actitud huraña y su voz pulmonar, gastada, a que sólo habla con los muertos y por eso no se acercan a él. Nadie sabe su nombre.  

Hoy volvía del trabajo más temprano que de costumbre. Sufrimos un atraco después de la entrega del furgón y a pesar de que debería haber permanecido allí -para atender a la policía y la prensa y redactar los informes a nuestra central- me marché sin decir nada. Me alejé dejando el ordenador encendido y el abrigo en el perchero, a Marcos hiperventilando y a Marta presa de un ataque de llanto, a los policías gritando por sus radios y a la ambulancia mal aparcada encima de la acera con las luces aún encendidas. 

Lo vi a lo lejos, en el mismo banco en el que estaba leyendo a las ocho menos diez. Al acercarme, el frío me llevó a subir el cuello de mi chaqueta y a meter las manos en los bolsillos del pantalón. Cuando llegué a su lado esta vez sí alzó la vista y me miró, componiendo una media sonrisa ensombrecida por sus dientes pardos. "¡Mierda de vida, Manuel! ¡Qué pena de abrigo! A saber a quién se lo regalará ahora tu viuda" le oí decir cuando ya lo había dejado a mis espaldas.





1 comentario:

  1. Un hermoso y cuidado relato. Me tuvo el alma en vilo todo el tiempo.
    ¡Me encantó !!
    Besos friolentos :)

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