Obra de Sandro Chio
Un tesoro
Viajé a la pequeña
ciudad donde nació mi mujer una tarde de febrero.
Iba a cumplir una de esas últimas voluntades que uno asume con más conciencia del dolor y la memoria que de la necesidad de hacerlo, todavía contagiado por la emoción de aquella ausencia que el tiempo no lograba paliar.
Iba a cumplir una de esas últimas voluntades que uno asume con más conciencia del dolor y la memoria que de la necesidad de hacerlo, todavía contagiado por la emoción de aquella ausencia que el tiempo no lograba paliar.
Rosa quiso, y estoy
seguro de que era una especie de capricho derivado de aquellas obsesiones
finales que tanto la asediaban, que buscase una medalla en un preciso rincón
del patio de la escuela donde habían transcurrido muchos recreos de su
infancia.
Es curioso que alguien
pueda detallar con tanta exactitud el lugar de un diminuto y trivial tesoro
perteneciente a un pasado personal tan remoto, que en esos momentos tan graves
de la enfermedad fatal sobrevenga el recuerdo de un suceso infantil que
posiblemente no volvió a brotar nunca hasta ese instante.
Debajo de un ladrillo,
en el sitio exacto, estaba la medalla enmohecida. Tembló en mis dedos mientras
logré limpiarla y descubrir el rostro indeciso de una Virgen.
-¿Qué haces...? -dijo alguien a mi espalda. Una niña coja con un cabás en la mano izquierda me miraba con gesto severo e indignado.
-¿Por qué me la robas? – repitió.
-¿Qué haces...? -dijo alguien a mi espalda. Una niña coja con un cabás en la mano izquierda me miraba con gesto severo e indignado.
-¿Por qué me la robas? – repitió.
Tendía la mano derecha
con decisión y apenas sin reaccionar deposité en su palma la medalla.
Desde entonces me he sentido despojado de la memoria de mi amor por Rosa y me voy convenciendo, con gran dolor, de que más allá de la desgracia de haberla perdido está la desesperación de presentir que nunca fue mía.
La dueña del tesoro huyó por el patio y desde las aulas se escuchaba como un turbio rumor el canto de multiplicar.
Desde entonces me he sentido despojado de la memoria de mi amor por Rosa y me voy convenciendo, con gran dolor, de que más allá de la desgracia de haberla perdido está la desesperación de presentir que nunca fue mía.
La dueña del tesoro huyó por el patio y desde las aulas se escuchaba como un turbio rumor el canto de multiplicar.
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