Cojeando, me esforcé por alcanzar la fila de niños que
regresaban del recreo. Era la hora del día que prefería. Me mezclaba entre la
chiquillería sorteando toda clase de adversidades y, entre restos de bocadillos
y pedradas que me lanzaban, buscaba la recompensa que tan penosamente se me
resistía. Hay días en que, como hoy, sólo he recibido tres puntapiés en las
costillas y un paraguazo en la cabeza, pero a cambio, uno de los niños me ha
pasado la mano por el lomo y me ha rascado la mandíbula inferior. ¡Guaauuu! Y
es que, para un chucho callejero, más
que al dolor físico, es el hambre de afecto lo que tememos.
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