Sus ojos aún tienen las huellas que ha dejado el nocturno sueño; el
pelo, de bucles rubios, cae sobre la arrugada frente y le oculta las diminutas orejas; sobre los labios, el
fuerte frío de invierno ha marcado pequeñas grietas verticales que hacen
dificultosa la articulación de la boca a esta temprana hora.
Así es el aspecto que todas las mañanas recibe a Miguel al despertar del reparador sueño.
Pronto levantará la mirada en dirección a la ventana para hacer el rutinario reconocimiento del tiempo: esta noche ha
llovido y la calle se encuentra embarrada y con algunas lagunas al fondo. Las
paredes de las casas que, desde su posición,
consigue ver, chorrean humedad y por la danza continua que mantienen los
árboles, deduce que sopla un fuerte viento. Automáticamente, se incorpora del
borde de la cama donde se encontraba sentado, se aproxima lentamente a la
ventana, descorre el pestillo, abre las hojas acristaladas y asoma la
despeinada cabeza haciendo una breve inspección del cielo; los nubarrones grises que ferozmente ocultan el disco dorado presagian que el
nuevo día será malo: hoy tendrá que
volver a cargar nuevamente con el paraguas y el chubasquero.
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