El camino parte de la vieja y abandonada aldea minera:
seis casuchas semiderruidas, con sus respectivos corrales, reciben al visitante nada más bajar del
autobús. De una de las calles traseras, encajonada ya en las primeras cuestas
del macizo, parte el camino que serpentea sobre la loma de un cerro que
dificulta la marcha e impide la visión del paraje idílico que esperamos
encontrar. De vez en cuando es menester hacer un alto en la marcha para reponer
fuerzas en uno de los numerosos manantiales que nos regala el lugar. Una vez
superado el obstáculo, el camino se relaja por un valle que abre los brazos en
actitud de acogimiento, y avanza, paralelo, junto a unas inutilizadas vías
férreas, hasta llegar a lo que, en su tiempo, fue la estación donde se cargaba
el mineral que se extraía en la zona. Desde este viejo edificio hasta la
finalización del trayecto, poco recorrido le queda; a esta altura, el camino
abandona la herrumbrosa compañía de las vías y finaliza, bajando una última e
inclinada pendiente, al borde de un disciplinado pantano.
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