Una mujer en la cama (Fragmento)
Y aquella noche comencé a hacer el amor cuando la luz del farol arrastraba al
parque a la oscuridad más absoluta. Lo hice con los ojos cerrados, aunque bien
sabía que sólo la estatua del Fundador de la Ciudad escucharía mis quejidos y
los de mis eventuales amantes. Y también sólo él puede testificar que, por una
noche inolvidable a la luz de la luna, pedí a mis galanes nada más que un juego
de sábanas limpias, un camisón, y algo para comer durante el día. Respetaba
cuidadosamente los turnos y horarios, y jamás permití que nadie rompiera el
contrato establecido antes de comenzar a amarnos. Aquel era un trabajo tan
honesto como el que ejerciera en los tiempos de la orquesta, aunque ahora era el
cuerpo mi instrumento, y la disciplina me devolvía la conciencia de estar
ganándome, en justicia, un lugar y un alimento.
Aprendí entonces, como cuando tocaba el piano, a graduar los ritmos interiores que permitían el placer a los demás. Desde el primer beso, al dulce crescendo del final, con el que el amor se hace posible, practiqué una serie de gestos lejanos. Nadie supo nunca mi nombre, pero, en honor a la verdad, es justo decir que tampoco jamás me lo preguntaron.
Aprendí entonces, como cuando tocaba el piano, a graduar los ritmos interiores que permitían el placer a los demás. Desde el primer beso, al dulce crescendo del final, con el que el amor se hace posible, practiqué una serie de gestos lejanos. Nadie supo nunca mi nombre, pero, en honor a la verdad, es justo decir que tampoco jamás me lo preguntaron.
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