Cuando su prometido
regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había
aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el
asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta
china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso,
enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja
fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió
alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una
tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el
marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad.
En la soledad de su
aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello
encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso
puñal.
El dolor fue intenso, y
también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al
principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La
noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el
fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima,
atravesado por el puñal.
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